Mientras la violencia aumenta en su país, activistas ecuatorianos en Connecticut movilizan a comunidades inmigrantes en todo Estados Unidos para defender su derecho a quedarse en este país.
Originalmente publicado en el número de noviembre del 2024 de The New Journal, este artículo fue escrito y traducido por Matías Guevara Ruales. Esta traducción fue publicada el 19 de febrero de 2025.
I.
Coloridos carros alegóricos descendieron hacia el New Haven Green en la mañana del 18 de agosto. Banderas de Ecuador y Estados Unidos ondeaban desde motocicletas, jeeps, camionetas e incluso una limusina Hummer. Bailarines vestidos con trajes tradicionales se adentraban en el parque mientras varios vendedores ofrecían cevichochos y algodón de azúcar desde los maleteros abiertos de sus autos. Los niños llevaban sus propias banderitas en miniatura. Globos de helio se elevaban hacia el cielo y el aire se llenaba de bocinazos.
Mientras los estudiantes de primer año de Yale se mudaban a sus nuevos dormitorios en Old Campus, al otro lado de la calle, en el Green, cientos de ecuatorianos se congregaban para conmemorar el levantamiento de 1809 que dio inicio a la larga lucha de Ecuador por alcanzar la independencia del dominio colonial. Cada año, la comunidad ecuatoriana de esta zona—aproximadamente la sexta más numerosa entre la población extranjera del condado de New Haven—celebra esta festividad con un desfile.
Los festejos comienzan justo al frente del número 1 de Church Street, donde el Consulado de Ecuador en Connecticut comparte edificio con un centro de investigación de la Escuela de Salud Pública de Yale. (El consulado es una de solo tres misiones extranjeras plenamente acreditadas en el estado de Connecticut, y la única fuera de Hartford).
Liderando el desfile, junto a otros representantes de organizaciones comunitarias locales, estaban Angélica Idrovo y Carlos Córdova. Marchaban hombro con hombro, al ritmo de la música. Se veían resueltos. Juntos, sostenían una gran pancarta que decía:
PODER COMUNITARIO
TPS FOR ECUADOR.
La pancarta era un llamado a la movilización. Activistas pro-migrantes en Connecticut, como Angélica y Carlos, han estado intentando que el gobierno de EE.UU. designe a Ecuador como un país elegible para el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) por más de un año. La designación TPS—consagrada en la ley federal como un amparo para personas cuyos países de origen son demasiado peligrosos para regresar—protegería a los ecuatorianos indocumentados de la deportación y les permitiría trabajar legalmente por un período definido. Considerando que la nación sudamericana actualmente enfrenta una crisis energética y una ola de violencia impulsada por el crimen organizado, los activistas dicen que esta medida está más que justificada; enviar a los ecuatorianos indocumentados de regreso a su país bajo las condiciones actuales podría poner en peligro sus vidas.
Connecticut ha sido durante mucho tiempo un epicentro de la vida y el activismo ecuatoriano en los EE.UU. Poseyendo la quinta población ecuatoriana más grande de todo el país, el estado alberga numerosas asociaciones de ecuatorianos que lideran regularmente iniciativas para abogar por las necesidades de sus comunidades. En 2008, este activismo jugó un papel importante en el establecimiento del Consulado de Ecuador en New Haven, que ahora atiende a las comunidades migrantes de Maine, Rhode Island, Massachusetts, Vermont y New Hampshire, además de Connecticut.
En agosto de 2023, la violencia creciente en Ecuador llevó a un grupo de activistas locales de Connecticut a tomar la iniciativa de abogar por el TPS. Desde entonces, su campaña se ha convertido en una coalición de base con centros de activismo en todo EE.UU., y ha involucrado a más de treinta y cinco legisladores federales y funcionarios ejecutivos, así como a altos miembros del gobierno ecuatoriano. Los esfuerzos de estos activistas han creado nuevas oportunidades para que las poblaciones ecuatorianas, en su mayoría indocumentadas, tengan voz en la política nacional.
II.
Desde su oficina en el 1 de Church Street, el Cónsul General de Ecuador en Connecticut, Julio Prado Espinosa, me cuenta que la violencia, especialmente la extorsión por parte de bandas criminales, ha superado a la reunificación familiar y a las malas condiciones laborales como la principal causa de reasentamiento entre los 70,000 usuarios dentro de la jurisdicción del Consulado.
A nivel nacional, el número de ecuatorianos que intentan ingresar a EE.UU. ha aumentado dramáticamente en los últimos años. Hasta septiembre de 2024, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza reportó 122,072 encuentros con ciudadanos ecuatorianos en la frontera suroeste, lo que representa un aumento del 5.03 % respecto a 2023 y del 407.4 % respecto a 2022.
Para la mayoría de los migrantes ecuatorianos que vienen a EE.UU., la única ruta migratoria posible atraviesa las densas selvas tropicales de América Central antes de llegar a la frontera entre EE.UU. y México. Antes del 2021, cuando México comenzó a exigir visas de turista a los ciudadanos de Ecuador, un migrante ecuatoriano podía volar a México y luego continuar su travesía hacia el norte. Hoy en día, incluso si los migrantes logran cruzar el peligroso Tapón del Darién y llegar a México por tierra, deben enfrentar inmediatamente desafíos mortales: secuestros por parte de carteles de drogas, coyotes poco confiables, la ausencia de una embajada ecuatoriana a la que recurrir si algo sale mal y, al final del camino, una frontera fuertemente vigilada donde agentes mexicanos y estadounidenses esperan listos para detener a quienes intenten cruzar.
A pesar de todo esto, miles de ecuatorianos siguen llegando cada mes a suelo estadounidense; su deseo de alcanzar un refugio seguro resulta más fuerte que los equipos de nivel militar utilizados para mantenerlos fuera.
III.
Priscila llegó a Connecticut en 2022. Priscila, quien es identificada solo por su primer nombre debido a procesos migratorios que siguen en curso, tiene 36 años, es madre de dos niñas de 8 y 11 años, y vive en Old Saybrook, CT, a solo media hora del Consulado en el centro de New Haven. Entre turnos de doce horas en el trabajo, clases en una universidad local por las tardes y las prisas mañaneras de alistar a sus hijas para la escuela, apenas puede encontrar tiempo para concederme una entrevista. Cuando finalmente logramos coordinar nuestros horarios, es viernes por la noche, su único día libre. “Ya sabes cómo es en los días libres,” me dice, “solo hay más trabajo que hacer… ayudar a mi hermana en el trabajo, atender a mis hijas, nunca se acaba.”
Priscila dice que su línea—o líneas—de trabajo actual son “temporales.” Por ahora, tiene un empleo relativamente estable cuidando de una señora mayor, “una ancianita americana”. Priscila dice que le gusta; la mantiene ocupada de sábado a jueves. Durante los últimos dos años también ha tenido que aceptar trabajo haciendo manicuras y cortando cabello, aprendiendo a través de tutoriales en línea y otros métodos autodidactas. “Soy muy mala con las manos, la verdad,” me dice. “Yo no habría pensado hacer cosas así en mi país, pero tuve que aprender.”
En Ecuador, Priscila era abogada y dueña de un negocio. Vivía en la ciudad andina de Cuenca, donde ella y su esposo abrieron un negocio de compra y venta de vehículos en 2011. Ella solía dirigir el departamento legal de la empresa. Priscila me relata una historia de movilidad social ganada con esfuerzo: me cuenta cómo fue mudarse de una ciudad rural en la región Amazónica a la ciudad de Cuenca, casarse, formar una familia y abrir su propio negocio. Eventualmente, el trabajo de la pareja les permitió alcanzar “estabilidad, tanto económica como social.” Tuvieron hijos. Viajaron, dentro de Ecuador y también al extranjero. Se establecieron cada vez más firmemente entre las filas de la clase media emprendedora de su país. “Estábamos bien,” Priscila recuerda con la mirada un poco perdida. “Era el fruto de nuestros esfuerzos.”
Todo eso cambió el día en que sus vidas fueron amenazadas a punta de pistola. Luego, como muchos otros, no tuvieron más opción que huir.
IV.
Históricamente, Ecuador ha sido una nación pacífica. Aunque el país está ubicado entre Colombia y Perú—dos potencias productoras de cocaína que han lidiado durante mucho tiempo con violentas guerrillas y otros grupos militares vinculados al narcotráfico—durante gran parte de este siglo, Ecuador se posicionó junto a sus vecinos más desarrollados como Chile o Argentina en términos de seguridad.
A finales de la década del 2000 y principios de la de 2010, el país experimentó el mayor auge petrolero de su historia. Bajo la administración del entonces presidente Rafael Correa—quien posteriormente fue condenado por sobornos en el contexto de un esquema de corrupción multimillonario—se construyeron cientos de escuelas públicas, clínicas, carreteras y viviendas por todo el país. Los ingresos del 40 por ciento más pobre de los ecuatorianos crecieron ocho veces más que el promedio nacional. La promesa de un Estado de bienestar se vislumbraba en el horizonte: la promesa de un programa de repatriación para las decenas de miles de migrantes que abandonaron el país en los años ochenta, la promesa de un futuro brillante y una fuente inagotable de ingresos petroleros para financiarlo todo.
Eso cambió en 2016, cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia—un grupo guerrillero colombiano que controlaba el 60 por ciento de los cultivos de coca más productivos del mundo en ese momento—firmaron un acuerdo de paz con el gobierno colombiano, desmovilizando una insurgencia de cincuenta años y creando un enorme vacío de poder en el comercio de cocaína. Grupos del crimen organizado extranjeros comenzaron a inundar el Ecuador. Cada uno de ellos buscaba controlar una tajada de las lucrativas rutas de transporte de droga del país, las cuales, tras el acuerdo de paz, se encontraban nuevamente disponibles para ser disputadas.
Las amplias redes de colusión entre el crimen organizado y funcionarios del gobierno, que se habían formado bajo el mandato de Correa, junto con la caída de los precios del petróleo hacia finales de la década de 2010, permitieron que organizaciones criminales como Los Choneros, Los Lobos y Los Tiguerones se consolidaran en los años venideros.
En 2023, once días antes de que los ciudadanos de Ecuador votaran por un nuevo presidente, el candidato Fernando Villavicencio—un ex periodista que repetidamente había pedido medidas más fuertes contra las bandas de narcotráfico—fue asesinado a tiros por un grupo de sicarios colombianos cuando salía de un mitin político en Quito. La Fiscalía encontró pruebas que vinculaban el asesinato de Villavicencio con la banda de Los Lobos.
Sin embargo, años antes de que aparecieran en los titulares de noticieros nacionales, organizaciones criminales como Los Lobos ya estaban sembrando el miedo en las calles de las principales ciudades del país.
V.
Priscila me cuenta que todo comenzó en 2019, cuando una serie de hombres misteriosos comenzaron a aparecer en las oficinas de su negocio preguntando por ella y por su esposo. Automóviles desconocidos en la calle comenzaron a parecerle cada vez más familiares. Motocicletas parpadeaban constantemente en su espejo retrovisor, siguiéndola como sombras en la carretera. Empezó a reconocer al mismo joven con casco por toda la ciudad. “Al principio, estás en tu propio mundo. Manejas tu carro y estás tranquilo. Pero te empiezas a dar cuenta cuando siempre ves que hay una moto atrás, cuando un muchacho con casco está donde tú vas, y no es coincidencia,” recuerda.
Los hombres que se presentaban en la oficina querían dinero. Cinco mil dólares cada mes. Se identificaron como miembros de Los Choneros, un sindicato del narcotráfico con base en la ciudad costera de Guayaquil. A cambio de los pagos mensuales, prometieron invertir en armas de fuego, explosivos, patrullas—“equipo de defensa” para proteger al vecindario de bandas rivales.
“Tenía vecinos que pagaban,” recuerda Priscila. Al principio, ella se resistió; cinco mil dólares al mes era una suma que su familia no podía permitirse perder.
Un día, recibió una llamada sobre una oportunidad de venta de un auto en una localidad de Guayas, no muy lejos de la frontera con su provincia de residencia. Transacciones como esta eran usuales para Priscila; a menudo hacía viajes alrededor del país para comprar y vender autos. En esta ocasión, Priscila y su esposo decidieron llevar a sus hijas con ellos y convertir el viaje en un paseo familiar.
Cuando la familia llegó al lugar acordado para la transacción, no encontraron a nadie. Después de una tensa espera de veinte minutos, dos hombres armados llegaron abruptamente en motocicleta. Comenzaron a intimidar al esposo de Priscila con amenazas, insultos y apuntándole con armas de fuego. “Cuando vi eso, pensé que todo iba a terminar ahí, que nuestras vidas iban a acabar ahí,” recuerda Priscila. “Pensé que esta gente iba a dispararme a mí, a mis hijas, a mi esposo.” Priscila se agachó dentro del auto y cubrió los ojos de sus hijas mientras los hombres le decían a su esposo que si no les pagaba cinco mil dólares mensuales, harían daño a él y a su familia.
Los Rivadeneira recurrieron a todos los recursos legales posibles para protegerse. Presentaron una denuncia ante la policía. Apelaron a fiscales locales y otras autoridades en busca de protección. Pero el debilitado sistema judicial ecuatoriano no pudo protegerlos; las amenazas continuaron. Finalmente, la familia decidió dejar el país. Tenían familiares en Connecticut. Vinieron a EE.UU. con visas de turista. Trajeron consigo todo lo que pudieron. El resto lo tuvieron que dejar atrás.
VI.
A solo una hora y veinte minutos de Old Saybrook, donde la familia de Priscila finalmente se establecería, y pocos días después del asesinato de Fernando Villavicencio en 2023, Angélica Idrovo recibió una llamada en su casa en Danbury. Era Carlos Córdova, un organizador de inmigración que ella conocía a través del Centro Cívico Ecuatoriano de Danbury.
Angélica había dejado Ecuador a los doce años y comenzó a involucrarse desde la secundaria con grupos de defensa de los derechos de los inmigrantes. Carlos, por su parte, tenía experiencia en sindicatos y asociaciones de derechos laborales en Ecuador, la cual amplió para incluir temas migratorios tras mudarse a EE.UU.
Angélica recuerda la voz de Carlos por teléfono, “Aghy, queremos organizar una reunión para hablar sobre lo que está pasando en Ecuador. Queremos hablar del asesinato… vamos a proponer la idea de luchar por el TPS.”
Angélica respondió de inmediato: “Perfecto, cuenta conmigo.”
El TPS ofrecería tres protecciones clave durante su período de designación a quienes califican: 1) inmunidad contra la deportación; 2) acceso a un permiso de trabajo (EAD); y 3) autorización de viaje. Para alrededor de 162,000 ecuatorianos indocumentados en EE.UU., estas protecciones significarían nada menos que un cambio de vida.
Cuando Priscila me habla de sus primeros meses en EE.UU. con su familia, durante los cuales ninguno de ellos tenía documentos oficiales más allá de sus visas de turista, el recuerdo de la ansiedad la invade. “Te digo, es tener los nervios de punta, es estar todo el tiempo con ansiedad, con la preocupación de a qué hora te van a detener, a qué hora la policía te para,” dice. “Si te piden tus papeles, y tú no los tienes, estás cometiendo un delito. Y tú no lo quieres hacer porque tú no eres una persona mala y tú no tienes la intención de cometer un delito, pero te toca hacerlo por necesidad.”
De hecho, para personas como Priscila, la falta de documentos legales torna más complicados todos los aspectos de la vida en este país. Por ejemplo, les impide buscar un empleo legal, obligándolas a recurrir a mercados laborales informales y por lo tanto poco regulados. Antonio Arízaga, un activista radicado en Nueva York que preside el Frente Unido de Inmigrantes Ecuatorianos, me dice que algunos ecuatorianos indocumentados en este país trabajan doce, catorce e incluso dieciséis horas al día en restaurantes, mercados de alimentos y lugares similares, ganando salarios por debajo del mínimo. “Son lamentablemente explotados”, dice.
Una fuente de ingresos formal en EE.UU. facilita la construcción de un historial crediticio y la firma de un contrato de arrendamiento. Al carecer de ambos cuando llegó, Priscila me cuenta que nadie quería alquilarle un apartamento en Connecticut. Su familia tuvo que trasladarse a Minnesota durante varios meses para acceder a un arriendo que se ajustase a sus necesidades, y no pudieron regresar a Connecticut hasta después de haber presentado sus solicitudes de asilo.
Arízaga enfatiza la importancia del tercer beneficio del TPS, el cual permitiría a los ecuatorianos solicitar un permiso de viaje para regresar a Ecuador en circunstancias especiales, como la enfermedad o muerte de un familiar, sin el temor de no poder reingresar a EE.UU.
Sin embargo, quizás incluso más importante que poder regresar a norteamérica después de un viaje, es estar protegido contra la posibilidad de ser deportado en primer lugar. El TPS protegería a sus beneficiarios contra la expulsión forzada, una provisión crucial para personas con alto riesgo de ser detenidas por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), como lo son los miles de trabajadores inmigrantes jornaleros que cada día se aventuran en espacios públicos concurridos para buscar empleo en muchas ciudades del país.
Sin TPS, los jornaleros ecuatorianos en Connecticut tienen que enfrentarse a redadas constantes por parte de ICE. Un ejemplo famoso es el caso, en 2006, de los “Danbury Eleven” (Los Once de Danbury), un grupo de hombres ecuatorianos que se encontraban reunidos pacíficamente una mañana en Kennedy Park, en la ciudad de Danbury, cuando una camioneta con policías municipales encubiertos llegó y les ofreció trabajo. La camioneta llevó a los hombres que aceptaron a un estacionamiento, donde, tan pronto se bajaron, varios agentes de ICE saltaron repentinamente de sus escondites y los arrestaron. Todos los hombres fueron puestos en procedimientos de deportación basados en declaraciones que dieron después de ser detenidos.
Un profesor de la Facultad de Derecho de Yale llamado Michael J. Wishnie ’87, LAW ’93, lideró a un equipo de estudiantes de derecho que se ofrecieron como voluntarios para intentar conseguir la liberación de los trabajadores arrestados bajo fianza. “Muchos inmigrantes que tienen defensas legales meritorias renuncian a esas defensas porque es demasiado costoso llevarlas adelante,” me dice. Wishnie y sus estudiantes argumentaron que los arrestos habían violado los derechos de sus clientes bajo la Cuarta Enmienda de la constitución de EE.UU.
Después de cinco años y un sinfín de maniobras legales, el equipo de Yale finalmente logró que la Ciudad de Danbury y el Gobierno Federal pagaran seiscientos mil dólares a ocho de los once hombres arrestados originalmente. En su momento fue la mayor suma jamás pagada a inmigrantes jornaleros en el marco de una demanda de derechos civiles. ICE acordó otorgar a los ocho hombres estatus de acción diferida. Es decir: no iniciaría más procesos de deportación contra ellos. Aun así, dos de los once trabajadores originalmente arrestados fueron deportados en el transcurso de la batalla legal.
Hoy, el TPS podría cambiar el rumbo de procesos legales para decenas de miles de inmigrantes ecuatorianos en riesgo de ser deportados, la mayoría de los cuales no cuentan con los recursos ni la buena voluntad de las mejores escuelas de derecho de EE.UU.
VII.
Angélica y Carlos organizaron una primera reunión en Danbury en agosto de 2023, ocho días después del asesinato de Villavicencio. Unas doce personas, en su mayoría líderes de grupos de activismo y centros culturales de la zona, se reunieron para discutir qué implica la violencia en Ecuador para los inmigrantes en EE.UU. Para todos los presentes estaba claro que, bajo las condiciones actuales, bajo ningún concepto era seguro que inmigrantes como Priscila regresaran a Ecuador.
Pocas semanas después, se convocó una segunda reunión. Luego una tercera, esta vez en Stamford. Asistieron unas sesenta personas. Después, una cuarta reunión en Danbury. Luego en Meriden. Luego New Haven. Líderes de estas y otras ciudades como Bridgeport, Stamford y Norwalk decidieron formar un comité directivo, con Angélica y Carlos a la cabeza. La participación crecía a paso lento pero seguro.
En enero de este año, el movimiento tomó un giro inesperado tras deteriorarse drásticamente la situación en Ecuador.
En las primeras semanas de 2024, una escalada brutal de violencia sacudió al país. Los disturbios comenzaron en las cárceles más grandes del país y pronto se extendieron a las calles. Bandas criminales tomaron policías como rehenes, detonaron explosivos en espacios públicos e incendiaron autos para intimidar a la población. En Guayaquil, un grupo de hombres encapuchados irrumpió en un estudio de televisión durante una transmisión en vivo y apuntó con armas de fuego a la cabeza de los periodistas. En unos pocos días, once personas murieron, y más de 850 fueron arrestadas.
Ante este caos, y en un ejercicio excepcional de poder ejecutivo, el presidente Daniel Noboa declaró un estado de “conflicto interno armado” y ordenó el despliegue del ejército para contener la violencia. El efecto de esta decisión en EE.UU fue reavivar el movimiento por el TPS que se había estado gestando aquí en Connecticut. “En ese instante el Ecuador reunió las condiciones necesarias para el TPS,” me dijo Arízaga.
Según la Ley de Inmigración de 1990, el Secretario de Seguridad Nacional de EE.UU. tiene la facultad de otorgar Estatus de Protección Temporal (TPS) a ciudadanos de países que enfrenten una de las siguientes tres situaciones: un conflicto armado en curso (como una guerra civil), un desastre natural (como un terremoto, huracán o epidemia) o lo que la ley describe simplemente como “condiciones extraordinarias y temporales.”
Antes de los disturbios de enero, el equipo de Angélica había trazado una estrategia para demostrar que la violencia en Ecuador constituía una “condición extraordinaria”, un argumento difícil de sostener debido a la ambigüedad del lenguaje legal. Pero tras la declaración del conflicto interno armado por parte de Noboa, Angélica reformuló su estrategia.
La esperanza ahora, me dice, “es que Ecuador califique para el TPS bajo la categoría de ‘conflicto armado en curso’, que es una propuesta mucho más firme.”
VIII.
En 2024, el movimiento que Angélica y Carlos iniciaron en Connecticut empezó a consolidarse a nivel nacional, tejiendo alianzas con otras campañas independientes en distintos estados. Angélica cuenta que se puso en contacto con activistas de Nueva York, Minnesota, Utah y California, todos movilizando a sus comunidades locales con el mismo objetivo: conseguir el TPS para los ecuatorianos.
En enero, grupos de activismo en Nueva York, Pensilvania y Connecticut entregaron cartas a funcionarios ecuatorianos en varios consulados de la Costa Este, instando a su gobierno a respaldar la petición de TPS ante Washington. El 23 de enero, Ecuador solicitó formalmente el TPS para sus migrantes mediante una petición oficial al Departamento de Seguridad Nacional de EE.UU. Sin embargo, todos los activistas con los que hablé coincidieron en lo mismo: la respuesta del gobierno ecuatoriano ha sido ambigua y carente de un compromiso real. Desde que asumió el cargo en enero, el presidente Daniel Noboa ha realizado varias visitas oficiales a EE.UU., pero no ha hablado del TPS en ninguna de ellas.
El 22 de febrero de 2024, organizadores en Nueva York lograron concertar una reunión con tres miembros del Congreso de los EE.UU., incluida la representante Alexandria Ocasio-Cortez, para solicitar su respaldo en la lucha por el TPS ante las autoridades del Departamento de Seguridad Nacional. Exactamente un mes más tarde, Ocasio-Cortez lideró un grupo de veinticuatro congresistas en el envío de una carta al secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, y al secretario de Estado, Antony Blinken, destacando la urgencia del TPS como medida para proteger a los inmigrantes ecuatorianos de la violencia en su país de origen.
Esa misma semana, líderes de varias ciudades de la Costa Este formaron la Coalición Nacional de Ecuatorianos por el TPS, con el objetivo de unir fuerzas entre los movimientos de todos los estados. En junio, la Coalición organizó una marcha a Washington D.C., con participantes que viajaron desde lugares tan lejanos como Florida y Utah para demostrar su apoyo a la causa.
Menos de una semana después de la marcha, los líderes de la coalición fueron convocados a una reunión con funcionarios de la Casa Blanca y los Departamentos de Estado y Seguridad Nacional. Según Angélica, en el encuentro los representantes del DSN les informaron que un comité conjunto estaba trabajando en un informe para evaluar si Ecuador cumplía con los criterios para el TPS. Hasta principios de noviembre, la coalición aún no ha recibido ninguna noticia del Departamento sobre este tema.
A pesar del retraso, los activistas mantienen la esperanza de un resultado favorable, incluso después de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales. Confían en que la administración de Joe Biden actuará con rapidez en los próximos meses para garantizar protecciones a las comunidades vulnerables antes de que los republicanos retomen el control del Ejecutivo en enero.
Con Trump prometiendo deportaciones masivas para su segundo mandato, aprobar el TPS antes de su investidura proporcionaría un escudo de protección para decenas de miles de ecuatorianos en riesgo de ser devueltos a un país consumido por la violencia. Para personas como Priscila, esta protección podría significar la diferencia entre la vida y la muerte. Además, el TPS podría mantenerse vigente incluso después de la toma de posesión de Trump, incluso si éste intentase revocarlo.
No sería la primera vez que Trump intenta revocar el TPS a un país beneficiario—ni la primera vez que los tribunales lo detienen. En el pasado, Trump trató de eliminar el TPS para varios países latinoamericanos sin éxito: primero para Nicaragua en 2017 y luego para El Salvador en 2018. Sus intentos fueron impugnados en los tribunales federales, lo que resultó en una orden judicial en 2018 que bloqueó temporalmente las terminaciones del programa y resultó en años de protección adicional para miles de nicaragüenses y salvadoreños, incluso mientras la administración de turno intentaba desmantelarlo.
Los activistas esperan lograr una protección similar para los ecuatorianos frente a las políticas de deportación masiva de Trump. Su plan es claro: seguir presionando a Mayorkas hasta el final del año.
IX.
Carlos y Angélica me hablan con orgullo de las victorias concretas que su campaña ya ha conseguido: legisladores con los que se han reunido, cartas enviadas a altos funcionarios, protestas multitudinarias frente al Congreso. Son personas que han tenido que luchar por cada centímetro del espacio que han ganado en la arena política y civil. Son personas que conocen de cerca lo que implica ser indocumentado.
Ser indocumentado significa vivir en un país donde las leyes te rigen, pero no te representan. Es existir dentro del sistema sin el poder de influir en él, sin poder votar, sin tener acceso a las herramientas más básicas de participación política. Aun así, las personas indocumentadas encuentran maneras de hacerse escuchar.
“Es el momento de alzar nuestra voz—y no en nombre de un partido político, no en nombre de ningún candidato, sino en nombre de la comunidad, esa comunidad que está andando en la cancha, que va al restaurante, que madruga a trabajar, esa gente, esa diversidad de compatriotas de diferentes provincias y diferentes culturas” dice Carlos. “Debemos ser nosotros quienes planteemos esta propuesta.”
Angélica sabe cuánto tiempo toma conseguir las metas de un movimiento como este. “Llevo mucho tiempo en esto,” dice. “No va a ser de la noche a la mañana.” Por ahora, piensa en todo lo que queda por hacer. Antes de despedirnos, Angélica deja en el aire una última reflexión: “Algo que pienso y que me gusta compartir muchísimo es que la esperanza conlleva disciplina, es una práctica constante.”
A corto plazo, harán falta más esperanza y aún más disciplina para que los ecuatorianos obtengan las protecciones del TPS. Muchos serán deportados a un país consumido por la violencia antes de la investidura de Trump en enero y, si Mayorkas no escucha el llamado de la comunidad, muchos más después de eso.
Aun así, aunque el desenlace de esta lucha siga siendo incierto, no se puede ignorar la trascendencia del activismo que la sostiene. A través de la campaña por el TPS, esta comunidad ha construido una red de abogacía política que se extiende por todo el país. Sus esfuerzos han demostrado que, aunque cientos de miles de ecuatorianos en EE.UU. carezcan de papeles legales, no por eso serán privados de su derecho a tener una voluntad política.
Independientemente del desenlace a corto plazo, este movimiento ya ha tejido una nueva realidad política para los ecuatorianos en EE.UU. que perdurará más allá de cualquier administración de turno.
–Matías Guevera Ruales es estudiante de tercer año en Jonathan Edwards College y editor asociado de The New Journal.
Fotografías por Matías Guevera Ruales.